Tomás Wong (secretario del sindicato, anarquista) recorrió el almacén hasta el final buscando al encargado para preguntarle por los materiales. Cuando al fin lo encontró perdido entre rollos de tela éste le dio trescientas explicaciones inconexas sobre por que no habían llegado las maderas, y el chino pensó que se había montado un enjuague para robarle centavitos a la fábrica. En esto, Tomás era muy claro. Los trapiches de los empleados de confianza eran cosa de ellos. Si hubiera sido un sindicalizado, otro gallo hubiera cantado, porque había un código de conducta implícito que decía muy claramente que un trabajador peleaba de frente contra la fábrica, que si quería más dinero lo ganaba en el combate sindical, pero no robaba. El código pasaba de viejos a jóvenes y había nacido con el sindicato. Sus cláusulas, fijas pero no escritas por nadie, establecía otra multitud de pequeños usos, como el de nunca hablarle al capataz si no era por motivos de trabajo, o el de resolver los problemas de la producción por uno mismo, o cubrir al enfermo, proteger al cansado, apoyar y sostener al aprendiz.
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